Llevaba toda la noche pendiente de ella. De ella y de sus amigos que no habían sido invitados, pero que los había transformado en los míos. La cogí y la llevé a un apartado. Le dije todo lo que tenía que decir esperando que aquél fuera el cumpleaños más feliz de mi vida y... No lo fue. Tres horas después todo el mundo se había ido, incluso ella, y sólo quedaba un amigo de la infancia intentando descolgar todos los cuadros de la casa. El Mercedes descapotable de mi tío esperaba en el garaje, me decía ¡ven!, piérdeme por la noche madrileña, por sus luces y sus sombras. Y poco después sobrevolábamos la M-40 dirección a ninguna parte. Mi amigo, etiqueta blanca en mano, había decidido que el asiento de copiloto no era lo suficientemente alto como para percibir la velocidad de trayecto. Un reflejo en la guantera me hacia recaer cada vez que bajaba la vista en una X. Era un disco y lo introduje en el reproductor, y sonaron unos acordes de guitarra como del fin del mundo, y unos redobles de marcha marcial y una voz casi imperceptible. Y mi amigo Juan me dirá que la felicidad en un concepto tan volátil que no merece la pena hablar de ella. A pesar de que fuera un segundo premio, aquella canción me decía que allí estaba para cuando me necesitara.
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