Nunca le he contado esto a nadie. Supongo que no quería asustaros, o quizá temía vuestra reacción. O acabar en un sanatorio. Quién sabe. No importa, siento que ha llegado el momento de sincerarme. Hoy, que todo tiene una luz especial.
Cuando era pequeño pasaba horas y horas frente al televisor. Un programa tras otro, no importaba cuál. Pasaba casi todo el día solo, y cuando llegaban mis padres a casa lo único capaz de gritar más que ellos era el televisor. Simplemente subía el volumen y dejaba que la cascada de imágenes sepultase mis pensamientos. Al cabo de un rato uno de los dos me besaba en la mejilla y me llevaba a dormir. Pero yo no me dormía. Me quedaba en la cama, mirando las sombras de las persianas en el techo. Disfrutando de las horas de silencio. Imaginando que esa paz duraba para siempre. Hasta que empezaba a soñar.
Me despertaba con el corazón desbocado, y la habitación teñida de rojo y ámbar. Sin rastro de mis padres. Sin comprender muy bien dónde iban cada mañana. Sin saber a ciencia cierta si volverían o no. Entonces el silencio se volvía insoportable, y volvía a encender el televisor. Uno y otro día. Llenándome la cabeza con miles de voces y colores. Día tras día. Hasta que apareció él.
Era un niño de mi edad, con una imaginación y una vitalidad desbocadas. Enseguida me fascinó. Salíamos a la calle a jugar al fútbol, a las chapas, a los vaqueros, a todo lo que se nos ocurriese. El barrio podía ser tan pronto un desierto con sus plantas rodadoras como un planeta con emanaciones tóxicas. Porteros, tenderos, los otros niños. Siempre teníamos un papel para ellos. También ver la televisión con él era otro mundo. Siempre con algún comentario en la recámara, siempre enseñándome a ver lo mismo desde otro punto de vista. Me hacía reír. Mucho. Aunque eso preocupaba a mis padres.
Notaba cómo me miraban preocupados desde la puerta del salón. Muy juntos. Hablándose en voz baja. Sin gritarse. Hablando de mí. Se acercaban y me revolvían el pelo. Hablaban conmigo. Me abrazaban antes de meterme en la cama. Lloraban, pero yo no sabía por qué. Decían que no era por mí, sino por ellos. Que se habían dado cuenta de muchas cosas. Que se habían portado mal.
Un día me llevaron a ver a un doctor. Me pidieron que dibujara, que interpretase unas manchas, me hicieron muchas preguntas y hablaron de unas cosas que no entendí. Cuando volvimos a casa mis padres me dijeron que me había inventado a mi amigo. Que no existía. Como los dibujos de la tele. Yo no los entendí.
Me daba cuenta de que no les gustaba verme con mi amigo. Así que aprendimos a disimular. Sólo nos veíamos fuera de casa. Les contaba que había quedado a jugar con los chicos del colegio y me iba a verle. Ellos estaban encantados. De vez en cuando lo colaba en casa sin que se diesen cuenta. Cuando estábamos todos juntos él se asomaba por las puertas y me ponía caras para hacerme reír. Yo tenía que hacer muchos esfuerzos para aguantarme la risa. Mis padres nunca se daban cuenta. Parecían aliviados. Tanto, que en poco tiempo volvieron a gritarse cada noche.
Fueron pasando los años. Con el tiempo me fue importando menos que se gritasen. Ya casi no hablaba con ellos. Muchas veces me quedaba dando largos paseos para no tener que subir a casa. Él me acompañaba. Me contaba historias fantásticas. Trazábamos planes maravillosos. Soñábamos con largos viajes, con chicas preciosas, con noches interminables. Soñábamos con la libertad. Entonces podía subir a casa e ignorarlos. Ellos no podían tocarme. La felicidad estaba dentro de mí. Sólo tenía que aprender a hacerla realidad.
Pero él cambió. No se por qué. Cambió. Se volvió burlón. Insolente. Desafiante. Se colaba en casa sin que yo lo hubiese llamado. Me provocaba delante de ellos para que yo le contestase. Escondía mis cosas, o me las cambiaba de lugar. Se reía de mí. De mis ambiciones. De mis sueños. De mis lamentos. Hasta que intentó matarme. Una noche dejó una cuchilla de afeitar en el baño y la puso en mi mano. “Córtate las muñecas. Hazlo ya. Acaba con los gritos. Acaba con el silencio. Acaba con todo. Mata al mundo entero.”
No pude. Me quedé tirado en el suelo del baño, temblando y llorando de angustia. Él me miró con desprecio y me dijo: “He venido a comerme tu corazón. Me alimento de tus sueños. Vivo dentro de ti, y una vez haya acabado contigo, no quedará nada”.
Me desperté a la mañana siguiente en mi habitación. Mi habitación teñida de rojo y ámbar. En calma total. Sin rastro de él. Relajado. Aliviado. Liberado.
Disculpadme por el ladrillo. Pronto os dejaré. Siento que llega el momento de contaros toda la verdad. De terminar con ésta carta. Aunque duela. Aunque muerda. Aunque ya nada vuelva a ser lo mismo. Nunca volví a saber de él. Ni de ellos. Esa mañana no estaban. Ni llegaron esa noche. Tampoco la siguiente. Ni ninguna otra más. Nunca volveré a saber nada más de ellos. Desde aquel día todo tiene una luz especial. Desde aquel día lo comprendo todo.
He venido a comerme vuestros corazones. Me alimento de vuestros sueños. Vivo dentro de vosotros, y una vez haya acabado con cada uno de vosotros, no quedará nada. He venido a matar al mundo entero.